"Tenemos todo para ser felices, pero falta, tal vez, sabiduría, lucidez, moderación..." Yves Michaud, filósofo francés.

martes, 27 de enero de 2015

Las Sardinas



       Sigo con una historia en dos partes sobre una chica llamada Merche. Inspirada en una persona que mínimamente conocí y que nunca leerá esta historia. Y que, aunque la leyese, no se reconocería como Merche. La verdad es que sólo me inspiré en su figura y su forma de andar y callar. No es mucho, desde luego, pero hay gente que transmite cierto misterio sólo con su presencia, y esta chica es una de ellas. Hace tiempo que le perdí la pista; no sé por dónde andará ni qué será de su vida. Por supuesto, le deseo lo mejor. 












PRIMERA PARTE





Las llaman “Las Sardinas”, porque son altas, flacas, y si te las imaginas en la cama -las tres en la misma-, serían como sardinas en una lata.
Al verlas, enseguida te das cuenta de que la mediana, Merche, es la más sardina de las tres, con esa piel blanca casi transparente, unos huesos que parecen espinas y el pelo negro y fino como algas. Es de suponer que si las Sardinas fueran ricas y vivieran en uno de los lujosos chalets de la margen derecha del río, nadie las llamaría Sardinas ni se reiría de ellas... pero por desgracia las tres hermanas son pobres, viven con su madre en una vieja casa sin calefacción y nada se sabe de su padre. Tampoco han nacido en el pueblo, y eso sí parece importar…


Cuando empieza esta historia, Merche tiene justo trece años, la edad aproximada en que una niña deja de ser niña y pasa a ser… ¿mujer?, dejémoslo en que deja de ser niña bajo un punto de vista biológico. Le crecen los pechos y le baja la regla. Lo que viene a continuación es una gran incógnita para ella.
Venidas de algún punto desconocido de la meseta castellana, estas cuatro mujeres han caído en el pueblo (que por otro lado ha triplicado su población en los últimos diez años), como cuatro flores delicadas cuyas semillas un viento raro trajo un día. Todo en ellas es foráneo, ajeno a los usos de estos lares, estrambótico si no extraordinario. Los chicos jóvenes las ven pasar y fantasean en privado con tocar sus delicadas pieles. ¿A dónde van las Sardinas con este aire? ¡Se las va a llevar el viento!, se burlan… pero para sí intentan captar su aroma, entender esas melenas larguísimas hasta la cintura, esas piernas interminables. Acostumbrada Merche a que sea su hermana mayor la que se lleva todas las atenciones, se sorprende cuando capta la mirada encendida de un muchacho atravesándole las gafas. Parece que su cuerpo ha empezado a cambiar a espaldas de su propia mirada. Entonces las Sardinas aprietan el paso.
Falta una semana para la primavera y una electricidad nueva, sorpresiva, flota por las calles del pueblo recién desheladas. En lo alto de la colina, las ruinas de un viejo castillo medieval se desperezan poco a poco y la única pared que queda en pie, la pared sur, se recalienta al tímido sol de marzo. Pequeños brotes han aparecido en las ramas desnudas de las hayas y, detrás del cementerio, las flores de los cerezos abren sus capullos rosados al frío. Se deja oír ya el canto de algún pájaro migratorio, recién llegado de tierras más cálidas.
Justo ahora se cumplen exactamente tres años y tres meses desde las fatídicas Navidades en que un tren trajo a las hermanas a esta ciudad del norte. Un hombre que no conocían las trasladó en su furgoneta a la casa que desde ese día se convirtiría en su hogar. (La furgoneta olía a perro mojado y Ángela lloró durante todo el trayecto). Fatídicas Navidades porque papá no estuvo con ellas (las primeras Navidades que pasaban separados), fatídicas porque hacía muchísimo frío y fatídicas porque su madre no consiguió crear nada parecido a un ambiente navideño. Que llorara todo el día tumbada en la cama no ayudaba mucho... Tres años y tres meses del comienzo de una vida nueva y extraña para las niñas, definitivamente más difícil que la anterior.
Eso pasó cuando Merche tenía diez años, Ángela cinco y Teresa doce. Ahora el reloj colgado en la cocina marca las 7:20h de la mañana, ningún calendario celebra que ya se ha estrenado un nuevo año, solo una vieja foto de tres niñas sonrientes comiéndose un helado amarillea pinchada en el corcho de la cocina. Una Merche adolescente se para a contemplarla un minuto, como todos los días, mientras recoge las migas de la mesa. No hay tiempo que perder: carga rápidamente su gastada mochila con los libros de ciencias, lengua, física e inglés, aplasta encima el sandwich que ella misma dejó preparado la víspera, y se enfunda un abrigo azul marino demasiado grande. Espera a su hermana mayor, que está en el baño.


- ¡Teresa! ¡Vamos! ¡El autobús! -la apremia.


Por fin Teresa abre la puerta y salen las dos volando escaleras abajo sin despedirse: su madre sigue en la cama como todos los días y Ángela ve los dibujos con el colacao que no tomará y las galletas que tampoco encima de la mesa.
Teresa está guapa. Merche opina que lo de pintarse es una tontería, una pérdida de tiempo, pero tiene que reconocer que Teresa está bastante guapa. De dónde saca el dinero para las pinturas es un misterio, aunque Merche sospecha que sencillamente las roba de la tienda.
En el autobús escolar que las llevará al Instituto, Teresa se sentará al lado de Iñigo y se dedicará a ignorarle mirando por la ventana. De vez en cuanto le lanzará una mirada estudiada de mujer fatal, se volverá a hacer la coleta alta a gran velocidad y se ajustará la falda…; mientras que Merche se sentará como siempre sola, sacará el libro de inglés y repasará con pocas ganas la última lección, deseando que el día pase rápido y no se metan mucho con ella. Pronto sus pensamientos volverán a su padre.


Desde que se separaron, su madre y su padre no se han vuelto a ver. Tampoco las niñas han vuelto a ver a su padre. Hubo unas cuantas llamadas de teléfono los primeros meses, que solían terminar a gritos, y eran para temas de abogados y dinero. Por fin le concedieron a la madre la custodia de las niñas y el padre tuvo derecho a dos fines de semana al mes, derecho que nunca ejerció. ¿Por qué? ¿Cuándo dejó de querer a sus hijas?
Ni siquiera una llamada telefónica a las niñas por Navidad o en los cumpleaños… fue como si la tierra se lo hubiera tragado. Literalmente. Como si se hubiera muerto. ¿Dónde está ahora papá? ¿Qué está haciendo? Ni lo sé ni me importa, era la respuesta invariable de la madre.
Les mandó dinero el primer año. Luego dejó de mandar.  Entonces aparecieron los Servicios Sociales y no fueron bienvenidos, los psicólogos y las pastillas de la madre por cualquier rincón de la casa. Apareció hasta el cura del pueblo... pero al final el día a día era de las niñas, les pertenecía en exclusiva a ellas, y así se quedó la cosa. Sin padre, con una madre intermitente, las mayores a cargo de las pequeñas y las tres haciendo piña alrededor de la estufa de butano. Creciendo deprisa deprisa deprisa.


De su padre Merche recuerda sobretodo su olor. Un olor masculino, terruno, bárbaro, muy distinto al de sus hermanas o al de ella misma. En el futuro Merche buscará inconscientemente en los hombres ese olor y sus amantes nunca serán hombres perfumados, barbilampiños o de voz aflautada. Se acuerda perfectamente de la voz grave de papá cuando pronunciaba su nombre al pedirle algo, cómo retumbaba su nombre cuando se enfadaba con ella, o cuando sencillamente papá la nombraba varias veces, con una sonrisa oculta bajo la barba, mientras la miraba… Sin embargo, caprichos de la memoria, no recuerda cómo conducía su coche, su rostro al volver de la obra todas las noches, su ropa de verano o sus cosas de aseo en el lavabo… De pequeña disfrutaba levantándose el fin de semana para verle desayunar y se sentía la elegida cuando él la dejaba sentarse en sus rodillas mientras hojeaba el periódico… ¿Dónde fue a parar todo ese amor?, se pregunta Merche a menudo, ¿el amor desaparece o, como la energía, sólo se transforma?
Después de que las abandonara, Merche consiguió odiar a su padre con la misma intensidad con la que lo había adorado mientras convivía con él. Ahora, pasados tres años, sus sentimientos ya no son tan claros, se han enrarecido con los altibajos de su día a día, las riñas con su madre depresiva y su hermana egoísta, y en resumen, con el trajín de la vida adolescente.
Merche se baja del autobús con los pies entumecidos, hace tiempo que necesita zapatillas nuevas en las que no entre el agua de los charcos. Su hermana le lanza una mirada silenciosa a modo de despedida antes de entrar en el aula contigua, -ha repetido dos cursos y, por deferencia hacia Merche o hacia su propio orgullo, no está muy claro, no las han puesto juntas-. Es evidente que en algún momento del itinerario escolar, Teresa perdió el hilo y nadie se dio cuenta, puede que ni ella misma, y ahora parece ser demasiado tarde para recuperarlo.
Un gorrión se posa en el alféizar de una ventana del segundo piso del Instituto. Da saltitos y picotea lo que parecen ser restos de un almuerzo. Al otro lado del cristal, Merche junta las manos como si albergara al pájaro entre ellas y cierra los ojos…
Una vez tuvo un gatito. Lo alimentó y lo cuidó hasta que un mal día su madre lo hizo desaparecer. Decía que no soportaba sus miaus de madrugada. El gato fue lo más parecido a un amigo que tuvo Merche estos últimos años, después de que perdiera todo contacto con sus antiguas compañeras de colegio.
Una bola de papel impacta contra su cabeza. Ya empiezan. Y este profesor no la va a defender, bastante tiene con cubrirse él mismo las espaldas. Así que a ignorar, a esperar a que los necios se cansen y se distraigan con otra cosa. Vuelve la imagen de su padre, esta vez su rostro barbudo es severo como el de Abraham Lincoln de su libro de Historia. Por lo menos en una cosa no podrán criticarla: Merche sigue sacando buenas notas. Sin que nadie le haya insistido mucho en ello, sabe perfectamente que estudiar es su única salvación. Quiere ser bióloga. Le interesan los animales, más que las personas, la verdad, y su mirada al mundo que la rodea siempre es más científica que contemplativa. De pequeña se pasaba horas al sol observando el trajín de las hormigas entrando y saliendo del hormiguero con provisiones. Se acercaba tanto que su madre la llevó al oculista. Y le pusieron gafas. La nitidez de los objetos y paisajes que pudo contemplar a partir de ese momento no hizo sino incrementar sus ansias de observación. También empezó a leer más y mejor, y fue la primera de la familia en sacarse el carnet de la Biblioteca, donde pasaba muchas tardes invernales en compañía de libros de ciencias y enciclopedias ilustradas. Tal vez por eso, que la llamen Sardina no es especialmente un insulto para ella. Se tiene por un bicho raro ¿por qué no una sardina fuera del agua? Es una buena definición de sí misma. Lo que tiene claro es que no va a seguir los pasos de Teresa, cada día más Barbie, cada día más tonta. También es muy consciente, a sus trece años, de que sólo con las mejores notas tendrá derecho a una beca que le permitirá ir a la Universidad. De otro modo, en su casa no habrá jamás dinero que invertir en su educación, se tendrá que poner a trabajar en cualquier supermercado, en una tienda de ropa o en un bar sirviendo mesas. No es precisamente su sueño. En una edad en que sus compañeras de clase se pasan el día pensando en chicos, en su grupo de música favorito, en unas botas nuevas o en cómo maquillarse sin parecer una puta, Merche diseña su futuro con obstinación y esperanza, esforzándose por sacar buenas notas y estar atenta en clase a pesar de las bolas de papel y las burlas que la acosan constantemente. No es raro el día que pase sin hablar absolutamente con nadie, así que ella misma se sorprende de su propia voz cuando al final del día su madre le pregunta algo y ella se ve obligada a responder. Guarda sus palabras, acaso su amor, para Ángela. El único ser no pervertido que conoce. La pequeña de la casa es un regalo de bondad, ternura e inocencia que Merche se empeña en proteger a toda costa. Por eso está muy pendiente de ella y la ayuda siempre que puede con las tareas del colegio e incluso se atreve a darle consejos (consejos vendo y para mí no tengo) sobre cómo relacionarse con los niños del pueblo y con sus compañeros de clase. Aunque no parece hacerle mucha falta: Ángela hace honor a su nombre y consigue crear a su alrededor una zona neutral, blanca y luminosa que transforma a todo aquel que entra en ella en un ser dócil y solícito de repente. A Merche le maravilla esa capacidad de su hermana de ser feliz y hacer feliz al que la rodea.
Resumiendo, según ella misma ve las cosas: Teresa es guapa, Ángela es dulce... y Merche? una sardina fuera del mar.


Un día ocurrió algo que nunca tuvo que haber ocurrido. Merche podía haber estado más atenta, haber evitado el marco del desastre. Pero no lo vio venir. También podía haber ocurrido que la joven madre del bebé llorón, esa tarde decidiera salir a pasear al parque viejo, como tantas otras veces, pero no, en el último momento se desvía hacia el Parque de la Amistad, bonito nombre por otro lado. Así que ahí está Merche, sola, sentada en el columpio que ya nadie usa, enfrascada en su libro de Historia. El parque viejo se encuentra en lo alto de un pequeño promontorio, curiosamente detrás del cual asoma el somero edificio de la Policía Municipal, y a cuyos pies se asienta un reducido grupo de familias gitanas de toda la vida. Por alguna razón, el pequeño parque (dos columpios, un tobogán, una estructura de madera con un puente y unas anillas para pasar de un lado a otro) se encuentra en desuso desde hace años. El suelo de goma se ha levantado y crecen hierbajos por todos lados. Caracoles diminutos pueblan las patas de los dos bancos de madera desconchados y sólo los grafitis permanecen inalterados por la intemperie. A Merche le gusta ese parque porque, uno, no va nadie, y dos, desde él se ve a los aviones cómo aterrizan y despegan del pequeño aeropuerto. Y ver algo de tantos kilos levantarse del suelo y ponerse a volar es algo que maravilla a la niña y le hace preguntarse por los principios de la física. También imagina otro milagro, que es ella quien va sentada en ese avión y vuela hacia alguna ciudad del norte, tal vez París, Londres, Berlín…


Merche consulta su reloj. Le queda una hora hasta que Mirian salga de la clase de música y su madre las recoja a las dos y las lleve de vuelta al pueblo. Isabel, la madre de Mirian, es muy maja. Se preocupa por Merche más que su propia madre. Pero lo hace sin ruido, sin aspavientos, con acciones más que con palabras. Los martes y los jueves, Merche no sube al autobús de vuelta una vez finalizadas las clases, sino que va a la biblioteca y estudia para los exámenes, cada vez más frecuentes, o busca información en internet y prepara los trabajos  con el ordenador y hasta se los imprime con el visto-bueno de la bibliotecaria, que le ha cogido cierto aprecio. Esa tarde hace tan bueno, que ha decidido salir a tomar un poco el aire y se ha subido paseando hasta el parque de los aviones. Ha empezado a comerse un plátano mientras se columpia suavemente e intenta concentrarse en la lección del libro que descansa en el suelo, a sus pies, cuyas líneas aparecen y desaparecen al vaivén del columpio. Ni siquiera los oye llegar.
Ellos son cuatro, de unos quince años, fanfarrones y estúpidos a partes iguales. Han subido a fumarse unos cigarrillos sin ser vistos y la presencia de Merche les sorprende un instante, para acto seguido convertirse en una invitación. Ha bastado una sola mirada para estar todos de acuerdo: Merche es el blanco perfecto para alegrar un poco esa anodina tarde de martes.   
Primero es el plátano, que en la boca de la flacucha cuatroojos despierta en ellos un instinto sexual primitivo y previsible. Los comentarios hacen sonrojar a Merche. Cuando se ve rodeada, el rubor pasa a ser una mezcla concentrada de rabia y miedo. Poco imaginativos, los chavales reinterpretan con poca gracia el rol del macho dominante ante la hembra sumisa.
Mientras todo sucede, un avión de la aerolínea nacional, a un tercio de su capacidad, sobrevuela con estruendo sus cabezas y una mujer de negocios, desde la ventanilla, observa lo que ella interpreta como una escena de camaradería entre colegas de instituto y por un momento se pone nostálgica y esboza una media sonrisa. Nadie acude a la llamada silenciosa de socorro de Merche, que tiene que tragarse su dolor, su ira, su orgullo.

Cuando se queda sola, Merche recoge su mochila, que han lanzado cuesta abajo, se sacude el pantalón lleno de tierra e intenta rearmar la pata de las gafas. Cuando se da cuenta de que está rota, no aguanta más y estalla a llorar. No quería hacerlo, pero las gafas rotas le han dolido más que todos los insultos. El cristal derecho está rayado y la visibilidad es muy mala. La pata se podrá arreglar con un poco de esparadrapo; el cristal ya es otro cantar.
Se seca los mocos. Cinco minutos para que Isabel la recoja. No ha pasado nada, en realidad. Podía haber sido peor. Estos chicos no se han atrevido a… sólo se han burlado de ella un poco, pero no la han tocado. Le han arrebatado las gafas y las han lanzado al aire. Sí, lo del plátano ha sido bochornoso, pero… ¿a quién se lo puede contar?¿Para que se rían más de ella? Así que, decidido: se ha caído del columpio y se le han roto las gafas. ¡Qué torpe es!


¡Qué torpe eres, Merche, por Dios!
Lo siento, mamá.
Ya sabes que no tengo dinero para unas gafas nuevas
Lo sé mamá
¿Y qué piensas hacer? ¡Así no puedes ir al Instituto!
Ya me las apañaré
Sí, claro
Como siempre
Sólo me dais que disgustos
Lo siento mamá. Me voy a mi cuarto
Sí, vete, vete, no se puede contar con vosotras para nada
Vale, mamá






(Dedicado a todas las Merches de este mundo)

Las Sardinas (II)






SEGUNDA PARTE


Te he reconocido nada más verte ¡Estás igual! ¿Yo también?
¿Qué tal el viaje? ¿Muy cansada? Estos autocares no son nada cómodos ¿Una peli? Ah, mejor. Te apetece pasear, tomar algo… ¿Vamos a casa? Me tienes que contar tantas

cosas… ¡Oh, Ángela, estoy tan contenta de volver a verte…! 
Hace tanto tiempo… Vamos paseando si quieres. Te
encantará esta ciudad, ya verás ¿Qué tal por el pueblo? 
Sigue todo igual, imagino… ¿Y Teresa? Ya sé que se casó pero ¿cómo le va? ¿Dos niños? ¡Ya! ¡Qué barbaridad! ¿Ah sí? ¿Se parece a mí la pequeña? ¡Ja ja, pobrecita, pues! Yo bien, bien. Currando mucho, ya ves. Pero no me quejo. Hay muchos que no encuentran trabajo ¿Que me ves muy flaca? Pues no sé, chica, como siempre. Tú estás un poco más rellenita ¿Quién? ¿Quién es Juanjo? ¡Ah, tu novio! ¿Y te prepara cosas buenas? Ah, que es cocinero, qué bien… ¿Tres años juntos? Aaaah, el amor… se te ve feliz. Y yo me alegro un montón por tí… No, yo no estoy con nadie. He tenido algún rollete… salí con un par de tíos… pero nada, al final estoy mejor sola ¿sabes? Bastante tengo con cuidar de mí misma como para andar preocupándome por un hombre… ¿Que te cuidan ellos a tí? Bueno bueno… Sí, ahora vamos para allá. Compartido, sí, con dos chicas más. Bueno, ya sabes, nunca puedes estar a gusto con todo el mundo… pero bastante bien. Yo voy a mi rollo, limpio lo que me toca y me encierro en mi cuarto. El mío es el mejor, tiene balcón y puedo tener mis plantas y a Ronald, mi ninfa macho, te encantará. Le he enseñado a hablar, ¡jaja! Tengo también dos tortugas de agua y unos peces. Perros o gatos no me dejan tener, ya me gustaría, da igual, los sábados que libro en la tienda de animales colaboro de voluntaria en unas cuadras de caballos que ayudan a niños ciegos y retrasados ¿te lo crees? Es genial lo que hacen esos bichos ¡Y los niños son tan felices ese rato...! Me gusta ir ahí y limpiar los caballos. Algún día me gustaría tener uno… bueno, ¡qué tontería! ¡En el piso no creo que me dejaran tenerlo, jaja! También cuido a un abuelo los festivos y algunas noches cuando me llaman. Al pobre se le va la cabeza que no veas… no creo que dure mucho… Me tendré que ir buscando otra cosa. Sí, turno partido, es una mierda. Me llevo el tuper y como por ahí, si no, gasto mogollón en el metro. Cuarenta minutos de metro hasta el centro comercial. El trabajo está bien, con los animales, lo malo es que pagan poco y hay que aguantar a la gente, que de todo hay, y a veces te vuelven loca. Pues de todo: cachorros, loros, conejos, peces, tortugas, hasta un camaleón, serpientes… de todo un poco... ¿Sabes, Ángela? Me encantó tu carta. Estuve llorando dos días seguidos. No te rías, no, de verdad que me tocó la fibra. Y yo que pensaba que me había olvidado de todo, que el pasado ya no me perseguía… Pero supongo que no se puede borrar el amor. Lo malo se olvida, lo bueno no. ¿Que por qué me fui? Pues, por lo mismo que papá, supongo, no soportaba a mamá, jaja. Al final imagino que tenemos bastantes cosas en común… Y lo estaba pasando fatal en ese pueblo. No tenía amigos y en el Instituto la habían tomado conmigo, ¿recuerdas? ¿Que no lo sabías? Es verdad, tú eras una cría y yo no te contaba nunca mis penas. Cuando terminé la ESO me largué. Lo tenía pensado desde hacía tiempo ya, lo iba planeando y con las clases particulares y los trabajillos del verano ahorraba dinero para el viaje ¿Miedo? Pues claro que me daba miedo. Pero no podía hacer otra cosa, Ángela. Mamá me ahogaba con sus historias de depresión, con sus amenazas de quitarse la vida y encima quería hacerme sentir culpable de sus desgracias. Llegó un momento en que no soportaba estar a su lado. Tú no sabes cómo la odiaba… Sí, ya sé que está enferma, que es débil… todo lo que tú quieras pero, por cierto, ¿cómo está? ¿la ves mejor? me alegro, pero para mí sólo era una mujer egoísta que no respetaba a sus hijas ni se respetaba a sí misma, y si hubiera tenido que estar un año más en esa casa… no sé qué habría pasado. No podía respirar, Ángela. Tú no te acuerdas porque eras muy pequeña pero mamá me hacía la vida imposible, y como Teresa pasaba de todo y andaba siempre fuera con sus amigos, yo era la que me ocupaba de todas las tareas de la casa y me encargaba de todo… Acuérdate de quién te acompañaba al médico cuando estabas mala, o quién te preparaba la cena o te ayudaba con la tarea... o preparaba el disfraz de carnaval... Los vecinos venían a quejarse a mí de mamá, de sus idas de cabeza constantes y era yo la que apaciguaba los ánimos. Y eso sumado a los idiotas del Instituto… mi vida era una mierda. Así de claro. Sólo veía opciones fuera de ahí, así que cuando me salió la oportunidad, lo preparé todo para largarme. ¿Te acuerdas de los Fowlder? Durante un tiempo estuvieron en el pueblo, en los chalets. Sí, la familia inglesa de los niños rubitos. Cuando se mudaron, les propuse irme con ellos y trabajar de canguro a cambio de comida y cama ese verano. Ellos pensaban que mamá lo sabía y estaba de acuerdo. Yo inventaba cartas de agradecimiento y llamadas falsas de mamá a ver cómo me iba. Terminó el verano y les pedí un tiempo más. Al final tuve que contarles la verdad, ya había confianza, y como estaban contentos conmigo, no hicieron nada. Al contrario, empezaron a darme un pequeño sueldo. Con él me pagué un curso de auxiliar de veterinaria en una academia y me saqué el título. Luego, no sé por qué, empecé a obsesionarme con encontrar a papá. Poco a poco iba pensando más y más en él y, aunque sabía que papá no iba a solucionarme la vida, necesitaba hablar con él y saber por qué nos había abandonado. Era como si necesitara saber qué ocurrió para poder seguir adelante con mi vida, ya ves. Al final di con él. Sí, contacté con él a través de la constructora para la que trabajaba antes de mudarnos al pueblo. Se ve que ahora andaba currando en unos invernaderos, en Almería. Se puso contento. Al menos eso creo. Estaba como siempre. Bueno, tú apenas te acuerdas de él, eras una cría cuando nos dejó. Pasé tres días en su casa, que en realidad era unos barracones cutres que había instalado el patrón para los trabajadores. Una noche me dijo que él no había querido irse así y que nunca había querido abandonarnos como lo hizo. Pero que mamá le obligó. Que no soportaba más a mamá y que se estaba volviendo loco. Y nos dejaste a nosotras con ella, ¿no?, le dije yo. No me contestó. Bueno, después de eso ya no le he visto más. De vez en cuando me llama, cuando se siente culpable, supongo, y le huelo el aliento a alcohol a través del teléfono. Siempre me pregunta por tí y por Teresa. Le digo que no sé nada de vosotras… Hasta hoy.  Ahora ya le podré contar algo. Sí, te daré su número. Se pondrá contento si le llamas. Con la familia Fowlder estuve muy a gusto, casi me voy con ellos a Inglaterra cuando volvieron para allá, pero justo me salió un trabajillo en una tienda de chuches y me quedé. Por las mañanas temprano limpiaba un bar de copas y de ahí me salió también para limpiar un gimnasio. Me fui a vivir a una habitación de alquiler. Con los años he ido cambiando mucho de trabajo y de casa. He hecho de todo, Ángela, te lo crees ¿no? ¡de todo menos meterme a puta, jaja! Aunque alguna ya he conocido y no le iba tan mal… Demasiado flaca, que si no… me decía cada vez que me veía, jaja... La Aurora… ¡qué jodida! Bueno, eso fue una época un poco mala de mi vida. Demasiada noche y malas compañías, supongo. Todos tenemos malas rachas ¿no? Conocí a un tío y me enamoré de él hasta las trancas. Pero él solo me usaba para divertirse cuando le apetecía… ya me entiendes… Andé colgada de él casi dos años, hasta que me di cuenta de que estaba haciendo la gilipollas y corté con él. Tampoco le importó mucho, supongo que ya hacía tiempo que me tenía sustituta. Dejé el alcohol y la vida nocturna, que no me aportaba nada bueno. Es lo mejor que he hecho después de irme de casa.
Ya ves, tengo qué contar ¿eh, hermanita? ¿Cuándo dices que tienes que volver? ¿Tres días? ¿Sólo? Bueno, menos da una piedra, angelito mío. ¿Habías visto alguna vez tantos loritos sueltos, en libertad? Se están convirtiendo en una plaga. Se pusieron de moda como mascota y con los años han conquistado el espacio aéreo de la ciudad. ¡Las palomas están acojonadas, jaja! ¿Amigos? Bueno, alguno. Pero más bien pocos. Ronald. Y los caballos. Ellos son mis mejores amigos.




FIN











¿Por qué he escrito este “final” tan poco de cuento de hadas? ¿Por qué no concederle a Merche un futuro diferente, un hogar cálido y familiar, una pareja con quien compartir los días y las noches, una vida "feliz", en suma? Tal vez porque creo que una infancia desdichada, pobre en amor y cariño, truncada demasiado pronto... es una infancia perdida para siempre, cuya ausencia nunca va a poder ser reemplazada del todo. Es probable que una experiencia con el amor demasiado efímera, casi onírica, y por contra un roce con el desamor constante e implacable, haga creer al adulto que no necesita el amor para vivir. 
Por eso he imaginado este futuro para Merche... ¡Pero aceptaría y celebraría otros desenlaces!

martes, 13 de enero de 2015

Residente 51







Saludos,


Empiezo este blog un poco a ciegas, sin saber muy bien a dónde voy (¿no es así como empiezan todas las historias?), pero con la ilusión de crear algo humilde e innecesario para todos menos para mí. Sirva este pequeño espacio en la nube para depositar mis pequeñas historias que no van a ningún lado pero se empeñan en salir, una detrás de otra, desde hace muchos años. Si a alguien le gustan y le hacen sonreír, llorar, pensar… ni que sea unos segundos, habrá valido la pena.

La primera historia que quería contar tiene que ver con mi actual trabajo en una residencia de ancianos ubicada en el prepirineo navarro… Esto me demuestra, una vez más, que cualquier ubicación es buena si la historia lo merece, y que cualquier historia merece ser contada si se hace desde el corazón...









RESIDENTE 51





Apoya su cabeza en la jamba de la puerta. Habla con la cocinera. Cinco minutos de paz, por favor… antes de que algún abuelo la llame por su nombre una vez más. “¡Hay que ver todo lo que necesitan estos abuelos! ¡Es un no parar!”, comenta medio en broma mirando al techo lleno de manchas.
Con su trocito de paciencia infinita colgando del pecho como una baratija cualquiera, sin destacar, Mariela cumple con su trabajo con diligencia y abnegación. Al contrario que muchas de sus compañeras, suele estar de buen humor. Consigue que su sonrisa pintada brille por encima de sus ojos y que su educadísimo “dígame, qué desea?” sorprenda y anule cualquier atisbo de queja inminente por parte de los abuelos.


La Residencia o Centro de Mayores está apartada del pueblo, unos 2 kms carretera arriba camino de Roncesvalles. Ni que decir tiene que apartada también de la capital, de la civilización. Pero tiene TV, Wifi, control dactilar de entrada y salida de los trabajadores y un sistema informatizado e integrado de registros de todas las actividades de los residentes.
Inaugurada trece años atrás con toda la pompa y honores por los alcaldes de la zona y, aunque de gestión privada (entiéndanse ahora los turnos matadores de 5 y 6 días seguidos con 1 día de descanso entremedio), es un centro concertado y recibe subvenciones del Gobierno. Tiene una capacidad máxima de 50 residentes, la mayoría oriundos de la zona, gente trabajadora con manos anchas y piernas antaño fuertes y adaptadas al terreno. Muchas ancianas siguen irguiendo las cabezas ahora canas con dignidad y orgulllo, sustentadas por sus recuerdos y por la fe que tanto les ha ayudado a sobrevivir en el pasado.
El moderno edificio se levanta encima de los mismos prados prepirenaicos donde en su día avanzaran las tropas carolingias con el caballero Roldán a la retaguardia. Al parecer volvían a casa despúes de haber saqueado la ciudad de Pamplona, cuando, en algún punto todavía no contrastado por los historiadores, fueron alcanzados por sorpresa y masacrados por un grupo de hábiles montañeros locales. La gesta o “Cantar de Roldán” que dos o tres siglos más tarde describiría para la eternidad estos hechos, tal vez no fuera tal, sino la gesta o canción de estos vascones, defendiendo con temeridad y valentía su tierra. Pero ya sabemos quién escribe la Historia, ¿no? Y eso sucedió en el siglo VIII, cuando la esperanza de vida giraba entorno a los cuarenta años, mientras que el centro acoge a multitud de nonagenarios.
Por las ventanas que recorren en línea los cuatro vientos del edificio se pueden ver las ovejas lanudas que pastan tranquilamente, no pocas aves de presa y el ir y venir de los vehículos que reparten mercancías a un lado y al otro del Pirineo. En invierno el frío azota el valle con ganas y los abuelos observan los atardeceres precipitados desde dentro de la Residencia, mientras que en verano se atreven a salir al pelado jardín de atrás, rodeado de rosales nunca demasiados espléndidos, y huelen la hierba mañanera evaporándose al sol y la brisa que trae aromas de las granjas cercanas. El verano suele durar poco; es por eso que muchos sospechan, cuando se termina de repente, que probablemente aquél haya sido el último que sus ojos verán.
Para Mariela, como para el resto de gerocultoras, los abuelos son simplemente su trabajo. Los levanta, los ducha, los viste, los alimenta, los acompaña al baño, los pasea y los mete a la camar; los levanta, los ducha, los viste, los alimenta, los acompaña al baño, los pasea y los mete a la cama. Así en una sucesión de días interminable. Cuando le toca el turno de mañanas, las tardes son por entero para su hijo de tres años, pero cuando trabaja de tarde, apenas le ve, y esa semana su sonrisa tiene un puntito falso, casi inapreciable. Con su esposo (así le llama ella) sin trabajo desde hace casi tres años, su sueldo es el que les permite sobrevivir, así que no se queja.
Sólo esa noche, hablando con la cocinera, que tiene esa forma de mirarla como si de verdad le interesara lo que le pasa por la cabeza o lo que siente debajo del uniforme, se permite despojarse de la sempiterna sonrisa y le confiesa su tristeza.
Es una tristeza refinada, muy pulida y usada. Una tristeza hecha de una sola pieza, sin aristas, que no se puede abrir para analizarla. Es tristeza a secas.
  • ¿Por qué la vida tiene que ser tan dura a veces?
Después de pronunciar esta frase, Mariela siente que, a pesar de ello, nada ha cambiado, y su mirada se posa sobre el suelo antideslizante como la de cualquier anciano de la segunda planta.
  • Y si volvieras a tu país… ¿tendrías opciones de ganarte ahí la vida? ¿Encontrarías trabajo? -oye que preguntaba la cocinera.
¡Tiene ganas de contestarle que no entiende nada! Claro que encontraría algún trabajillo mal pagado, claro que podría volver a la casa familiar, claro que no le faltaría el plato de comida, ni a ella, ni a su esposo, ni al niño… pero…¿entonces…? ¿Para qué habría servido todo este esfuerzo? ¿Significa esto que el sueño se acabó?
Su esposo está buscando ya billete para volverse a Ecuador. Y se irá con el pequeño. ¿Cómo, si no, se iba a apañar su madre si no para de trabajar? ¿Quién cuidaría del pequeño cuando ella no estuviera en casa?
  • Tal vez tu sitio no esté aquí. Tal vez te equivocaste y aquí no consigues lo que buscabas -de nuevo habla la cocinera, que parece empeñada en opinar.


Parece obvio que así es, piensa Mariela mientras tuerce el labio en una media sonrisa. Pero ya está hablado. Y su esposo no es como ella; sus fuerzas han llegado a su fin y la sombra de la depresión sobrevuela peligrosamente su cabeza. Otro sueño: en cuanto las cosas empiecen a funcionar en Ecuador, Mariela se reunirá con ellos. ¿De verdad? Se siente atrapada entre dos sueños. O dos pesadillas. A nadie se le escapa que pueden pasar años. Años sin ver al pequeño de sus entrañas. Y Mariela sabe cuánto la necesita, tanto como ella a él. El dolor vuelve de repente, con más fuerza y Mariela nota cómo le desgarra la delicada piel del corazón a dentelladas, como un lobo hambriento y desesperado. A la vez, los huesos de su esqueleto parecen fundirse y pierde la fuerza con una rapidez sorprendente. Tiene que agarrarse al marco de la puerta para no caerse. La cocinera está de espaldas en ese momento.
Ya, los abuelos la llaman: quieren agua, ir al baño, un pañuelo.
¡Enseguida!
La cocinera sigue rascando los fogones, a lo suyo. Sin embargo su semblante ha palidecido y adquirido un aspecto parecido al de las almas de las escenas bíblicas en un retablo católico. Una pregunta retumba en su cabeza y no puede quitársela hasta que esa noche se sienta por fin frente a su portátil, los niños ya acostados, y empieza a  teclear. ¿Por qué la vida tiene que ser tan dura a veces?¿Qué necesidad hay?


Durante la temprana cena, que Mariela y otra compañera se encargan de servir, los abuelos apenas hablan entre ellos. Sentados en mesas de tres o cuatro, (Mariela siempre se pregunta si aleatoriamente o alguien les ha sentado así con alguna intención), los abuelos comen la sopa demasiado caliente con lentitud. Ellos también están solos. Pero tienen el consuelo de que en breve se reunirán con sus seres queridos, piensa Mariela. El pescado sale humeando de las bandejas. Le produce una ligera náusea. De repente se le pasa por la cabeza una idea loca, que rápidamente desecha como si estuviera contaminada: ¡no estará embarazada, ¿no?! No, se responde tajante, Dios aprieta pero no ahoga.


Cuando por fin Mariela sale de la Residencia, a las 22:10 de la noche, la luna delantera de su coche está congelada. Se le olvidó poner el cartón, como hace siempre. Saca la tarjeta de fidelidad de un supermercado al que ya nunca va y empieza a rascar el hielo. Las manos le duelen y los ojos se le escarchan impidiendo que las lágrimas salgan de ellos.
A punto está de chocar contra la verja de entrada con el guardabarros. Apenas ve por donde va, pero, por alguna razón, le da igual. Empieza a bajar el puerto lentamente. Los árboles a ambos lados de la carretera se convierten en delgados barrotes de celda en continuo movimiento. Se pregunta cómo va a soportar levantarse cada mañana sabiendo que su hijo no está con ella. ¿Soportará la soledad? Nunca ha sido muy buena en eso. ¿En qué invertirá sus pensamientos cuando llegue el día de su cuarto, quinto, sexto cumpleaños y sólo pueda hablar por teléfono con él para felicitarle? Tu mamá te llama, coge el teléfono… ¿Se acordará de su madre? ¿Se olvidará de su madre? Probablemente.
La luz de la luna llena el asiento del copiloto cada vez que se filtra entre los árboles. Es una presencia inquietante, como si tuviera el poder de marcar las cosas, de insuflarles algún mágico poder. Si la convirtiera a ella en una bruja, desvaría Mariela, tal vez entonces pudiera ella a su vez convertir al niño en un guisante, o en una avellana, para poder llevarlo siempre consigo al trabajo, en el bolsillo, y al llegar a casa le devolvería su aspecto de niño y jugarían y le enseñaría todo lo que una madre tiene que enseñar a su hijo para que no lo devore el mundo, para que la gente mala no pueda hacerle daño… Sus manos al volante tiene un color pálido, casi azul. Las mismas manos que se ocuparon durante su infancia de cultivar el maíz bajo el sol…¿podrían volver a hacerlo? Recuerda su promesa sentada en la ventanilla del avión, con la visión empañada por la emoción: jamás la vista atrás. No, ya no habrá más sueños. No se puede ser tan ingenua.
El coche blanco de Mariela sigue deslizándose carretera abajo como leche derramada.


En media hora llegará al destartalado piso donde viven. Irá derecha al cuarto del pequeño sin quitarse siquiera el abrigo. Le acariciará las manitas, le besará la frente, le susurrará que le quiere y le mentirá que su mamá nunca le abandonará.







                                                                                                FIN